Tras horas planteándose decretar el estado de emergencia, Emmanuel Macron optó ayer por una vía mucho menos taxativa para intentar contener el caos que asuela París: el primer ministro, Édouard Philippe, se reunirá con la oposición y con los llamados chalecos amarillos. Lo que comenzó en octubre como unas protestas por la subida del precio del diésel ha cristalizado en un movimiento transversal y violento -que cuenta con el apoyo del 80% de la ciudadanía- contra la gestión del presidente, de quien piden su cabeza y que enfrenta, sin duda alguna, el momento más complicado de su mandato."Siempre respetaré el desacuerdo, siempre escucharé a la oposición pero jamás aceptaré la violencia", había declarado el sábado Macron tras una jornada caótica que se saldó con más de 400 detenidos y un centenar de heridos. Lo cierto es que el Ejecutivo galo está desbordado. Y aunque finalmente se haya optado por la opción más pragmática, la tarea de cerrar tal crisis a través del diálogo también se presenta ardua: al fin y al cabo, el primer ministro ya lo intentó el pasado viernes con una reunión de escaso éxito a la que solo se presentaron dos miembros del colectivo.
Resultado de una dificultad añadida: se enfrenta a un movimiento que, a priori, no entiende de ideologías ni cuenta con líderes proclamados.No estamos solo ante una crisis nacional, sino ante el síntoma de una Europa donde el descontento popular está catapultando a los extremistas. Le Pen y Mélenchon se frotan las manos confiando en capitalizarlo. Macron, que evitó tal riesgo en los comicios de 2017, debe ser consciente del trascendental desafío que tiene ante sí.
El Mundo